Feria, día 1: al fondo, una luz cegadora

Cualquier antropólogo con gafas que se precie podrá informarle de que los seres humanos cuando se abandonan al solaz hedonista al que invitan ferias, verbenas, veladas y, en general, cualquier festejo público, tienden de manera inexorable a satisfacer sus necesidades más elementales

La oscuridad completa y, al fondo, una luz cegadora que sume en la estupefacción al visitante que avanza, hurtado de toda voluntad, en la convicción de que llegó el fin y allá, del otro lado, le aguarda un ángel o una hurí o quienquiera que sea el custodio del Paraíso. No ha de pasar mucho tiempo -el que la pupila precisa para adaptarse a las exigencias de esta luminaria ardiente- para persuadirse de que no se trata del epílogo que sucede al último estertor. No, contra lo que marca la tradición su existencia no desfilará fugaz, fotograma a fotograma, ante sus ojos: el beso materno, el olor a goma de borrar sobre el pupitre de la escuela, la piel cerúlea del cadáver del abuelo en el lecho mortuorio, el primer discurso de Verdejo en la Asamblea…

No, al final de la luz no espera San Pedro ni ningún ángel custodio sino un señor trajeado cuyo rostro refleja la rijosidad que le procura el tacto del botón cuya presión ordena el encendido del alumbrado del recinto ferial. No, el visitante no está muerto. Al parecer, se encuentra de parranda.

Recibida la excelente noticia de que la visita de la Parca no será inminente, el visitante se aventura entre las casetas movido por sus más atávicos instintos, aquellos que han hecho de la nuestra una especie afortunada y de éxito. Sus actos le delatan como un espécimen de esta estirpe humana nuestra, una criatura superior, orgullosa de esta empresa civilizadora que ya se cuenta por siglos. Este sentimiento de pertenencia le abandonará, sin embargo, cuando, a las cinco de la mañana, ya de vuelta a casa y condicionada su estabilidad por el alcohol, acabe estampándose contra el niño de Pedro de Meneses mientras balbucea de manera ininteligible e insegura unas disculpas que el primer gobernador de Ceuta ni tan siquiera se dignará a aceptar. Ya no hay educación.

Pero volvamos a los atávicos instintos. Cualquier antropólogo con gafas que se precie podrá informarle de que los seres humanos cuando se abandonan al solaz hedonista al que invitan ferias, verbenas, veladas y, en general, cualquier festejo público, tienden de manera inexorable a satisfacer sus necesidades más elementales. Esto explica que el visitante, empujado por esta servidumbre de especie, invierta su tiempo en el recinto ferial en comer, beber y propiciar encuentros sexuales. No habrá de creerse, sin embargo, que todos aquellos con los que coincidiremos en los próximos días en el interior de las casetas y en los sanitarios portátiles son gente dedicada a cultivar tan encomiables conductas.

La Policía Local vigila con especial celo a ese hatajo de pervertidos que, aferrados a una pata de pulpo a la brasa, deambula por el recinto con el despreciable propósito de agasajar a un cuñado recién llegado de Villanueva del Rosario, provincia de Málaga.